Al igual que el personaje de “Frío en Babilonia”, voy alejándome de las miradas de los perros babilónicos, no los entiendo, no los comprendo, no sé qué clase de vacío habita tras sus grises párpados, ni me importa!… ¡ya no!.
Otros tiempos, antes de buscar los recovecos de la “grande Babilom” para escapar así de su trampa, antes de llamar ovejas a esos “perros” de los que hablaba antes, y yo la cabra que tira al monte y no quiere más trato con ellos, antes de dejar de gritar “despierta!!!”, mucho antes de lo que soy ahora…
Creía, sí, pensaba que estaban dormidos, que sólo era eso, ¡hay que despertarles!, “valiente”… , mejor dicho: ingénuo.
Pero ya no, ahora sí “veo” y “sé” mucho más que entonces y menos que mañana, porque camino dirigiendo mis pasos, porque en el “aquí” y en el “ahora” está la llave que abre los invisibles muros babilónicos, que a todos y a todas atrapan, atemorizan, endeudan y al final: destruyen… fulminan todo resquicio de uno mismo.
“Wellcome my son, wellcome to the machine…” Sigo silbando esa canción, cantándola en voz susurrante cada vez que la cabra baja del monte y tiene que volver a caminar entre los robots… o eran perros?, quizá ovejas?…
Gente, que cree estar viviendo y sólo son partes de una gran máquina productiva que se los quita de encima según leyes ajenas a todo lo humano: oferta y demanda, beneficios, resultados productivos, masificación y abaratamiento de los peones, alfiles más y más agresivos y torres inexpugnables no por su altitud, sino por el enanismo de los que deberían asaltarlas.
Camino por las calles de la fría Babilonia…
Tengo que llevar algunos enseres básicos a casa. Como siempre que he de regresar a la ciudad intento pasar desapercibido, pero sin conseguirlo jamás… No sé actuar como un perro o como una oveja y por supuesto no me precio de ser el modelo “tal” de este tipo de robots… ¡no!.
Como en un gran juego que nadie inventó por mí, mis refugios son los árboles, los conozco a casi todos, sé de su esclavitud… En las noches solitarias los sentí anhelar a sus congéneres, que a cientos de kilómetros en sus casas, muy lejos de la frialdad de los parques y aceras de la grande Babilonia, son diezmados por “perros” cumpliendo órdenes: “táleme esta selva que vamos a poner un campito de golf… ¡Un, dos, un, dos”… Sigo caminando y pienso “ergo sum”…Veo un árbol: un castaño de indias, me cobijo bajo sus enormes manos verdes, miles de dedillos me quitan el sol de encima y la intuición vuelve a ponerme en evidencia, porque me grita desde muy dentro de la sesera: “abraza a tu hermano”, y claro, se desmonta por completo el disfraz de perro y al hacerlo y abrazar al castaño, algunos robots detienen su deambular por Babilom y me miran…
“El programa ha fallado”, “esto no debería estar sucediendo”, “¿por qué abraza ese loco ese árbol?”, les oigo pensar; pero su adiestramiento es perfecto, y ¡claro!, ninguno entabla conversación conmigo, o logra mirarme directamente a los ojos para gritar: “loco de mierda, ¿qué eres, un pervertido de esos?”… No, por el contrario y como era de suponer, todos siguen su rápido caminar, su estricta rutina de la que no se pueden apear para “entender” a ese chiflado abrazaárboles con el que acaban de cruzarse.
Llego a un lugar inevitable y asciendo por unas escaleras mecánicas, “una cinta de transporte para las reses que han de servir de carne en el matadero”, pienso mientras consigo poner una cara “neutra” justo al entrar por las puertas que se abren a mi paso, como siempre que entras a uno de estos mercados babilónicos, el perro guardian de siempre, se centra en mí, siempre es así …”pero yo no vengo a robaros nada ¡perros!”, pienso, no dejo de hacerlo “aquí y ahora, olvida al guardián Miguel, ¡céntrate!… ”.Y sigo, camino ajeno a perros ovejas y robots, veo lo que fui a buscar, pero en ese lugar no hay árboles, así que debo moverme rápido, de forma precisa, evito a esos que caminan sin mirar (les guía la estupidez, no sus sentidos de forma lúcida)…
“Estoy en el centro comercial” le escucho decir a Pili, decido llamarlas a todas así… “Quedamos en el cine, sí yo hago tiempo… me he comprado unas….”, desconecto de Pili, si siempre dicen lo mismo las Pilis, sigo en dirección a la salida, de nuevo me cruzo con el perro guardian, me detengo, me le quedo mirando, él sorprendido, hace una farsa de simulacro y toma una dirección distinta a la mía, pero yo continúo escrutándole, inmóvil en uno de los miles de pasillos repletos de millones de estupidices, para los estúpidos robots guíados por la publicidad que vuelve a dirigirles a lugares como aquél. Decido ir tras él, hasta que le alcanzo
“Perdone, ¿hace Vd. lo que le gusta?”, le pregunto sin dejar de mirarle a los ojos, pero sin ningún tono que denote agresividad, más bien hablo con amabilidad. No sabe qué decir, acabo de confundirle por completo, pero al fin responde: “no, claro que no, como nadie”. Sin dejar mi tono amigable, le digo “se equivoca, hay muchos que sí hacen lo que quieren, sólo hay que quererlo y hacerlo. Piense qué quiere hacer realmente con su vida, y entonces, no le quedará otro remedio que hacerlo. Perdone si le molesté, no era mi intención, hasta luego, gracias”…
Y al fin llego a la última pieza de la máquina, la tecleadora de códigos y cobradora de billetes y tarjetas de crédito, débito y demás formas de “chip bancario” para robots convenientes.
“En efectivo”, digo, pero se me escapa un “Claro!”, la joven estricta y profesionalmente amable (que por su expresión no ha tenido un buen día desde hace mucho tiempo), sorprendida pregunta “¿cómo dice?”, a lo que respondo: “perdone señorita decía que en efectivo, que claro, que yo no tengo tarjeta porque es una forma de esclavitud, porque los bancos son unos ladrones y yo no quiero nada con ellos. Buen día, sonría un poco más que es usted muy guapa”
Lo consigo, estoy fuera y enfrente mío un árbol (en este caso una mimosa), pero está ocupado, hay unas cotorras que no paran de hablar de alguien evidentemente famoso, otro robot como ellas, pero de mejor modelo y por supuesto más caro.
Y como no hay hueco, sigo la dirección que me llevará de nuevo fuera de los invisibles muros de la grande y única: Babilonia…
Y uso la llave “aquí y ahora” y la cabra vuelve al monte pero antes miro al cielo y se me escapa un:
“Hijos de puta”…
“¿Quiénes?”, pregunta un anciano que no parece un perro (en sus tiempos la doma era más difícil)…
“Los que ordenan a los pilotos echar esa mierda en el aire, ¿ve las rayas en el cielo?” le respondo, el hombre se acerca hasta llegar a mi lado y cómo yo, observa el cielo hasta que dice:
“El otro día dijeron en el telediario que había unas nubes finitas… Yo no veo la tele, pero estaba comiendo y dije: menuda idiota, ahora me van a decir a mí que eso son nubes”…
“Pero la gente no dice nada amigo mío”, añado sin dejar de mirar al cielo…
“La gente está idiota, pero bueno, bastante tienen con sacar para vivir en este mundo, con la cantidad de chorizos que no hacen más que ganar cuartos, los banqueros, los políticos, los…”, tuve que añadir:
“Lo que decía: los hijos de puta”.
Babilonia también tiene esas cosas, y es que no sólo yo conozco sus salidas, hay más personajes con los que te vas cruzando si caminas despierto.
Y como no tenía prisa, Ramón, que así se llamaba mi anciano amigo, me llevó a un sitio al que no solían ir mucho los jóvenes de por allí, y pasamos el resto del día contándonos historias… Sobre todo él a mí, que a sus años, sabía bastante más que yo:
De perros, de robots, de ovejas, de amos…
Pero sobre todo, de cómo pasar desapercibido ante ellos…
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